por Luis Cerceta
Estábamos en esta tienda departamental de Plaza Céntrika. Yo bastante estresado: mi niño entonces rondaba los 3 años y le gustaba llevar la contra, corría entre los anaqueles de ropa y se me escondía; mi esposa tranquila, llevaba más de media hora buscando la blusa perfecta, pero como si nada.
No sé ustedes, pero a mí como padre de un pequeñín, siempre me dio pánico el centro comercial, tenía la impresión de que en un descuido mi hijo se me perdería entre los estantes, secuestrado por algún malnacido, por no hablar de cierto temor irracional ante lo extraordinario.
Alguna vez en una tienda de conveniencia gringa le dábamos vuelta a un islote de libretas en rebaja, yo lo perseguía gruñendo como si fuese un monstruo y él gritaba con emoción “alcánzame, papá, alcánzame”. En determinado momento me detuve y di media vuelta, para sorprenderlo de frente en sentido contrario. Esperé un poco y al no verlo venir supuse que había girado y él me sorprendería a mí. Me asomé por una esquina del anaquel de libretas y nada. Entonces el pánico. Avancé veloz para alcanzarlo, pero luego de un par de vueltas no lo encontré, corrí entre los pasillos más cercanos, con el corazón taladrándome en el pecho, volví al islote de papelería en rebaja y ahí estaba, riendo y gritando “alcánzame papá”. Lo atrapé y lo abracé con fuerza.
Desde entonces tuve la impresión de que la tienda departamental era como el desierto, como el océano o algo peor que se podía tragar a mi niño. Ahora entenderán de lo que hablo cuando digo “temor irracional ante lo extraordinario”, y entenderán que luego de más de media hora corretéandolo el estrés me estaba desbordando.
Una hora y mi esposa apenas iba a pasar al probador. Me pidió que le diera el visto bueno de un par de prendas, con una risilla y dejando caer la cabeza a un lado. Bastaron tres segundos en los que quité la vista al niño para que se me escabullera. Como aquella ocasión en el islote de libretas, luego de una pequeña búsqueda infructuosa me dominó el miedo y corrí como desquiciado entre los anaqueles. Pregunté a un par de guardias y nadie lo había visto. Pronto todos los empleados de la tienda lo buscaban. El altavoz sonó y me salvó de perderme en una crisis nerviosa: habían encontrado a mi niño, se había escondido entre un montón de ropa aventada en uno de los anaqueles; me estaba esperando en la puerta de salida junto a una vendedora.
Lo abracé como aquel día, con lágrimas en los ojos, y maldecía el momento en que mi esposa me había distraído. De hecho, ¿cómo era que ni se había molestado en ayudar a encontrarlo? Levanté mi cabeza y la busqué, ¿acaso no había escuchado el altavoz? ¿Por qué no acudía a la puerta de salida a encontrarnos?
Me dirigí a los probadores y no estaba, tampoco entre los anaqueles y los sanitarios. Le marqué a su celular, pero me mandaba a buzón, ¿qué carajos le pasaba? Uno de los guardias notó mi desconcierto y se acercó, cuando le expliqué la situación me miró con cierta lástima. No le di importancia y solo le pedí de nuevo que me ayudara a encontrar a mi mujer.
La tarde se fue en esa pesquisa inútil: ella había desaparecido. Al despedirme, mientras terminaba yo de hacer las llamadas correspondientes para emprender una búsqueda más seria el guardia me palmeó en la espalda y me dijo:
–Aguante vara, compa, estas cosas son bien comunes, la mujer se harta y abandona a la tribu.
No dije nada, pero estaba seguro que Ella no nos hubiera abandonado así, menos al niño.
Varios años después un ministerial me llamó, me preguntó si podía acompañarlo a dar un paseo a la ya mentada tienda departamental en Céntrika. Yo era reacio a volver ahí, pero al parecer lo que vería echaría luz sobre el caso, de manera que fui.
Al llegar todos los empleados me veían a escondidas, cuchicheaban a mi paso y hasta hubo una señora que se persignó. Nos dirigimos a la sala de cámaras, donde nos recibió el jefe de seguridad.
–Dígale todo –casi ordenó el ministerial al empleado mientras se zumbaba un chicle.
Al parecer los meses que siguieron a la desaparición de mi esposa comenzó una serie de sucesos extraños en la tienda. Al principio nadie lo notó, salvo el personal de la sección de ropa, que acomodaba las prendas antes de cerrar y al amanecer estaban movidas. Aparte de que no sucedía muy a menudo.
La cosa fue que eventualmente los empleados del departamento comenzaron a reñir, echándose la culpa unos a otros del desorden que cada vez era más notorio. Con el tiempo se le pidió a seguridad que mostrara los videos para ver de una buena vez quién estaba moviendo la ropa. Pero los videos fallaban en los cuadros relevantes, se cortaba la trasmisión y la imagen se restablecía en promedio un par de horas después, cuando ya la sección de ropa era un caos.
Así había sucedido hasta el día anterior, en que finalmente el video captó todo durante la madrugada. El jefe de seguridad lo puso y me dejó verlo. El ministerial y él comenzaron una plática a mi espalda, al parecer ya se sabían de memoria el archivo. Al principio solo anaqueles de ropa en perfecto orden, parecía más una foto que video; comenzaba a desesperarme cuando una silueta apareció a cuadro, se acercó a uno de los percheros y comenzó a revisar la mercancía; de vez en vez sacaba una prenda y se la medía por encima de su ropa, luego la tiraba en cualquier sitio. A poco más de veinte minutos de lo mismo confronté al ministerial.
–¿Para esto me trajo aquí? –le dije.
El polí miró al empleado de la tienda y le hizo un movimiento de cabeza. Éste se acercó a los controles y adelantó el video, hasta una parte en que la silueta salía de cuadro.
–Mire atentamente –me pidió.
No pasó un minuto de metraje cuando, Dios mío, mi esposa apareció justo bajo la cámara. No había la menor duda, la tenue luz que había en ese punto dibujaba sus facciones a la perfección. Llevaba la misma ropa con la que la vi la última vez y miraba fijamente a la lente. Sus ojos eran dos bolas de luz verdosa y no había expresión en su rostro. Al fin levantó sus dos manos, mostraba a la cámara sendas prendas que llevaba en ellas. Luego dejó caer la cabeza hacía un lado, y, me cuesta trabajo describirlo, su boca se curvó en una sonrisa temblorosa. Luego la trasmisión de perdió.
De sobra está que les describa cómo me sentí.
Hi, this is a comment.
To get started with moderating, editing, and deleting comments, please visit the Comments screen in the dashboard.
Commenter avatars come from Gravatar.